Migré a Uruguay hace poco más de un año. En este tiempo, anduve recorriendo sus diversas geografías, caminando senderos, subiendo cerros, zurcando montecitos costeros. En esas trayectorias fui fotografiando el paisaje con cámara de película blanco y negro, registrando sonidos del ambiente, los días lluviosos pintaba sus improntas mentales en acuarela monocroma y revelaba los rollos.

Fui acercándome de a poquito, a través de diversos medios y desde lenguajes aparentemente diferentes, en un intento por ir descubriendo la densidad de los distintos relieves. Quizás ese haya sido mi modo de conocer el territorio, a pie, corporalmente, en un acercamiento sensible, para terminar abrazando el lugar que estaba eligiendo para vivir.

Recorrí topografías como la orilla del mar, arroyos, pastizales, montecitos, cerros. Las fotos impresas en rollo de papel ondulado y el contrapunto de las acuarelas que juegan con el formato de la película con límites imprecisos van dando cuenta del discurrir del tiempo y la extensión que nos lleva recorrer vivencialmente el paisaje.

El soporte fotográfico original es un rollo de película blanco y negro, que contiene una secuencia de tomas superpuestas que conforman una única y larga imagen apaisada.

Aunque el rollo propone una cantidad de fotos discretas una tras otra, es posible mediante un artificio tecnológico, no pasar totalmente la película hasta el siguiente recuadro, superponiendo una toma con un pedacito de la siguiente y la subsiguiente, para obtener una larga imagen construida por diferentes fotos tomadas en momentos, días y lugares distintos.

Los paisajes sonoros son parte de las topografías que aparecen en las imágenes, proponiendo una experiencia estética múltiple.

El paisaje que comenzó siendo por definición un recorte de la vista desde una ventana, fue transformándose en un continuum de naturaleza que se encuentra con el propio andar.

El ir y venir entre fotos y acuarelas, junto con los paisajes sonoros despliegan el paisaje volviéndolo infinito.